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Mujeres Sacerdotes en la Iglesia Católica Española

La cuestión de la igualdad en la Iglesia (Roser Puig, cristiana y feminista)


Somac

El Diaconado, solo cosa de hombres?
Veinte siglos de Teología patriarcal han dado como resultado que hoy en día, en un país como el nuestro cuyas leyes reconocen la igualdad en libertad derechos y dignidad entre hombres y mujeres, haya muchos miembros de la Iglesia Católica, de uno y otro sexo, que todavía se escandalicen al escuchar a la teología feminista tachar de incoherencia con el Evangelio a la discriminación de las mujeres por parte de la Jerarquía.

 En cambio encuentran lógico y natural que el acceso al clero y a los cargos de decisión en la institución religiosa estén reservados a los varones, porque siempre se les ha dicho que “Jesús solo eligió a hombres como apóstoles suyos”, y el Pueblo Sencillo, acostumbrado a aceptar dócilmente los pronunciamientos de la Jerarquía sin rechistar (bajo amenaza de excomunión) no se atreve a ponerlo en duda
.
¿Fue realmente así?

Si leemos con atención las epístolas de S. Pablo (siglo I) caeremos en la cuenta de que el apóstol nombra con cariño, admiración y agradecimiento a toda una serie de mujeres que, en los inicios del Cristianismo, efectuaban en las incipientes comunidades cristianas labores evangelizadoras y de atención a los miembros más necesitados. También podremos encontrar en los Hechos de los Apóstoles referencias de que había profetisas completamente aceptadas como tales en los primeros tiempos. (1, 17 y 21,9). Algunas de esas mujeres habían conocido personalmente a Jesús de Nazaret y le siguieron apasionadamente hasta el pié de la cruz.

¿Es que todas ellas se confabularon luego para enmendarle la plana al Maestro?

Esta es la pregunta que puede hacerse cualquier persona, con un mínimo de lógica, al descubrir esos datos (si no tiene nociones de Historia de la Iglesia) al compararlos con la normativa vaticana vigente. Por ejemplo, el “Directorio sobre la identidad y la formación de los diáconos permanentes” en donde se define quienes tienen la exclusiva de esos menesteres en la actual Iglesia: solo varones ordenados. ¿Y quienes pueden acceder a un orden sagrado?: solo varones Porque la Jerarquía afirma que el sacramento del orden está reservado a los varones en la Iglesia “en imitación a Cristo” y “en obediencia a la Tradición de la Iglesia” (Ordenatio Sacerdotalis, Juan Pablo II)

¿La teología feminista se atreve a contradecir a la Jerarquía?

(No solo la feminista). Recordemos que Jesús, en los Evangelios, consta como que era laico. Recordemos también que los frecuentes enfrentamientos verbales que sostuvo Jesús con el clero de entonces, acabaron llevándolo al patíbulo. Por lo tanto, Jesús debía ser lo que ahora se conoce como “un anticlerical”. Por otra parte, estudiando la Historia de la Iglesia, nos damos cuenta de que la estructura clericalizada de la actual institución eclesiástica no parece nada probable que fuera “instituida”por Jesús, ya que esa estructuración se inició casi medio siglo después de la desaparición de Jesús de la faz de la tierra. De ello se deduce también que Jesús, siendo laico y “anticlerical”, no “ordenó” a nadie (no consta en ningún Evangelio). Entonces, ¿qué “imitan” y a quién “obedecen” nuestros próceres discriminando a las mujeres?

Si a ello añadimos que (según los Evangelios) las primeras encargadas de difundir la noticia más importante de nuestra fe (la resurrección de Cristo) fueron las mujeres, es normal que ellas se afanaran en cumplir el encargo de su Señor. Por lo tanto, la teología actual que discrepa respecto a la discriminación femenina en la Iglesia, parece tener razón.

Entonces, ¿Porque se apartó sistemáticamente a las mujeres de su vocación?

Esta pregunta precisa de un esfuerzo de contextualización: Todos sabemos que el Cristianismo nació y enraizó en el seno del Imperio Romano. Un imperio cuya economía estaba basada en la asimilación, expolio y esclavitud de los pueblos conquistados. Pueblos, todos ellos, de cultura patriarcal. Es decir, compuestos por familias organizadas alrededor de un “cabeza” o “padre” que detentaba toda la autoridad y el poder sobre el resto de los miembros del clan y en donde las mujeres eran una propiedad más de la familia y valoradas como podía serlo un esclavo, un asno o un buey.

Las mujeres no podían testimoniar pues su palabra no tenía valor alguno en aquella sociedad. (De ahí que los hombres del Evangelio no las creyeran cuando ellas fueron corriendo a decirles “¡el Señor ha resucitado!”)

En una sociedad así, el que dentro de las primeras comunidades cristianas las mujeres adquirieran protagonismo e intentaran emanciparse y tener voz, debió ser algo insólito, revulsivo y difícilmente aceptable para los varones de aquella cultura (cristianos o no). La emancipación de las mujeres amenazaba los cimientos de toda la estructura social.
Las tensiones que ello ocasionó en la sociedad y dentro de las pequeñas comunidades, quedaron reflejadas no solo en las epístolas de Pablo que todos conocemos (mandando someterse a la esposa) sino también en otros escritos como por ejemplo los de Tertuliano, un apologista del siglo II:”no está permitido que una mujer hable en la iglesia.

A las mujeres no les está permitido enseñar, ni bautizar, ni ofrecer la Eucaristía, ni reclamar para ellas participación alguna en funciones masculinas, ni en ningún cargo sacerdotal…”.Sin embargo, y a pesar de tan furibunda oposición, la ordenación de diaconisas parece ser que llegó hasta el siglo X. (Está claro que algunos le llaman “tradición” a lo que les conviene).

Dos mil años desprestigiando a la mujer

Por otra pare, durante los casi dos mil años de Historia de la Iglesia, sus más valorados teólogos rivalizaron en justificar (en nombre de Dios) el haber vuelto a relegar a la mujer a un papel de inferioridad, dependencia y supeditación respecto del varón. Papel del que, inicialmente, ellas habían entendido ser liberadas por su Maestro. Durante todo ese tiempo, la mujer ha sido difamada por los llamados Santos Padres de la Iglesia con teorías que ahora encontramos ridículas y que nos harían reír sino hubieran hecho sufrir cruel e innecesariamente a tantas y tantas mujeres.

Sin ir más lejos, podemos recordar el siguiente análisis “científico” de Santo Tomás de Aquino (siglo XIII): “la mujer es inferior al hombre en tres aspectos: en el aspecto evolutivo (inferioridad biogenética), en el ser (inferioridad cualitativa) y en el hacer (inferioridad funcional)”.Teoría que originó acaloradas discusiones entre los eruditos, (hasta principios del siglo diecinueve) sobre si las mujeres teníamos alma o no. Lo cual equivalía a marginar a todo el género femenino de la Redención.

Teorías que han perpetuado el androcentrismo machista en todo el ámbito de la Cristiandad, y no solo en el seno de la Iglesia, sino también en el resto de la sociedad civil. Teorías de las que los últimos coletazos son el incesante goteo de mujeres muertas a manos de su pareja o ex pareja que, en pleno siglo XXI, todavía cree ser el amo del cuerpo y del destino de la que consideran mujer de su propiedad.

El diaconado (perpetuo) de las mujeres

Pero, a pesar de todo, las mujeres no solo han estado siempre presentes en la Iglesia en mayor número que los hombres, sino que han seguido ejerciendo las funciones propias del diaconado: servicio de la Palabra, de la Liturgia y de la Caridad (aunque sin reconocimiento oficial). Especialmente el diaconado de la atención de los miembros más débiles de la sociedad: niños, ancianos y enfermos ha estado, siempre y en todas las culturas, encomendado a las mujeres.

En estos momentos, en la Iglesia Católica, numerosas mujeres que hasta ahora se habían mantenido en segundo plano detrás del sacerdote, han tenido que tomar la iniciativa al servicio de las comunidades de creyentes allí donde la escasez de vocaciones masculinas ha dejado un lacerante vacío. Ahora, más que nunca, la mujer está preparada para asumir el ministerio de la Palabra (tratados de Teología, conferencias, artículos, clases de Religión, etc.) Son mayoría las mujeres ayudantes de los párrocos en la Catequesis. La mujer nunca ha desdeñado ocuparse voluntaria y desinteresadamente de la limpieza y el adorno de los templos y del cuidado de los objetos del culto.

Y son inmensa mayoría las mujeres en el voluntariado de Cáritas. La mujer no necesita ningún permiso especial ni ningún título clerical para ejercer el diaconado (ministerio de servicio). En cambio la Iglesia precisa urgentemente de la entrega y de la preparación de las mujeres para ser creíble.

Confunden poder con servicio

Sin embargo, es precisamente ahora (primero con Juan Pablo II, y luego con Benedicto XVI) cuando desde el Vaticano se han dictado normas para que al “diaconado permanente” solo puedan acceder los varones. ¿Qué lógica puede inspirar una actitud tan irracional? Solo la lógica de la ambición de supremacía masculina y el deseo de perpetuar los privilegios de género, aderezados con una sobredosis de misoginia, además de considerar el diaconado como un peldaño en el escalafón hacia el poder clerical, en lugar de un servicio al Evangelio de la Fraternidad.

Ello no obstante, cada vez son más los hombres de Iglesia partidarios de integrar a las mujeres en la institución. Unos, alarmados por la crisis de vocaciones masculinas. Otros, impelidos por “el hambre y sed de justicia” evangélica. Los primeros no se plantean siquiera la necesidad de reformar el sistema jerárquico y absolutista que viene imperando en la Iglesia casi desde el principio; mientras que los segundos son de la opinión de que, el acceso de la mujer al sacerdocio y a los puestos de responsabilidad, vendrá dado como una consecuencia lógica de una iglesia fraterna e igualitaria.

Exigimos igualdad de hecho y de derecho.

Las mujeres en el seno de la Iglesia estamos también divididas en cuanto a prioridades. Las hay que están dispuestas a contentarse con las bellas palabritas de la Mulieris Dignitatem de Juan Pablo II, y son felices “ganando el cielo” sometiéndose(al esposo las casadas y al clero las consagradas). Otras están convencidas de que el aceptar las migajas de responsabilidad que ellos nos permiten tener, es a lo más que podemos aspirar las mujeres por el hecho de nuestra “condición femenina” Las hay incluso capaces de generar una verdadera animosidad contra aquellas que reclamamos equiparación (en dignidad, libertad, responsabilidad y oportunidades) con los hombres en la Iglesia y en la familia.

Parecen temerosas de que nosotras, con nuestras exigencias, estemos radicalizando al clero más retrógrado y obstaculizando el que la institución les abra las puertas pues, en el fondo, solo aspiran a “situarse” y son incapaces de solidarizarse con todo el género femenino. Entre las que nos definimos como “feministas”, hay también división de opiniones: las hay impacientes por demostrar que ellas son capaces de hacer las cosas de diferente manera (mejor) que los hombres. Y finalmente estamos las que exigimos un cambio o reforma a fondo de la Iglesia que la permita recuperar el Espíritu Fraterno del Evangelio de Jesús de Nazaret, ahora extraviado entre parafernalias, honores, riquezas y ambición de poder.

Palma de Mallorca, Marzo de 2008

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